Lluís Miquel Hurtado, El Mundo, 18.10.2018
Amanece, llaman a la puerta, es la Policía antiterrorista. La siguiente escena ocurre en comisaría: frialdad, órdenes abruptas y para dentro del calabozo. Encerrado junto a individuos «con sus barbas cada vez más largas, sus ojos cansados, sus pies desnudos y sus cuerpos sudorosos, que habían derretido los límites de su existencia y se habían convertido en una gran masa de vísceras en movimiento», según Ahmet Altan (Ankara, 1950), uno de los más de 70 periodistas que hoy duermen entre rejas en Turquía, uno de los países que más informadores encarcela.
La narración angustiosa de lo que el escritor describe como su muerte en vida acaba haciendo bola en la garganta del lector de Nunca volveré a ver el mundo: textos desde la cárcel, que llega a las librerías este jueves (Editorial Debate). Un manuscrito que ve la luz fintando el veto a comunicarse por escrito con el exterior impuesto a Altan en Silivri, la infame prisión tracia que alberga a políticos e intelectuales víctimas de la caza de brujas desatada en las postrimerías del golpe de Estado fallido del 15 de julio de 2016.
Los agentes arrestaron a Ahmet y a su hermano Mehmet, también periodista, dos meses después de la asonada. La Fiscalía los acusó de cooperar con la cofradía culpada de orquestarla, emitiendo «mensajes subliminales» por televisión en su víspera. El 18 de febrero pasado, el juez condenó a los dos a cadena perpetua agravada por «intentar derrocar el orden constitucional». Aparte, Ahmet ha sido condenado por «terrorismo» kurdo y por insultar al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.
«Es evidentemente claro que han roto todas sus relaciones con la Ley quienes inventaron un crimen como ‘dar un mensaje subliminal a los golpistas’. No necesitan ninguna prueba. Se enfadan con tus críticas y te encarcelan. Es así de simple», sentencia Ahmet Altan, en una serie de notas manuscritas desde su celda, en respuesta a una batería de preguntas que Papel ha podido transmitir al autor gracias a un lento, complejo y paciente mecanismo de comunicación.
La crítica radica en el ADN de los Altan. Çetin Altan, el padre, escritor y político comunista, saboreó antes el precio de la disidencia. «De no haber visto a mi padre sonreír mientras se lo llevaban en un coche de Policía hace 40 años -escribe Ahmet- me habría asustado de la realidad que me rodeaba en ese vehículo policial. No habría encontrado fuerzas para ridiculizar y triturar en pedazos» la realidad que sobrecoge, aprehende, zarandea, asfixia y a la que, finalmente, el vástago derrota en sus folios.
La novela es la historia de un triunfo disfrazado de derrota. Sin caer en heroicidades («Si un escritor se convierte en un héroe, o se ve como un héroe, sería una vergüenza para él y para su sociedad», dice) Ahmet Altan convierte su penitencia en una rebelión de conciencia: «Otros deciden dónde voy a pasar mi tiempo, pero yo decido cómo pasarlo. Y creo que la libertad es algo más relacionado con cómo pasar el tiempo que con dónde pasarlo».
«Cuando un cuerpo está encerrado en un lugar estrecho», prosigue, «lo primero que hace es luchar para poder escapar de ahí. Si te haces presa de los aleteos de tu cuerpo, la prisión se convierte en un infierno. Pero no tengas miedo, tu mente viene a salvarte».
Son estos viajes mentales desde celdas llenas de mierda y juzgados donde se acumula el polvo, sus reflexiones e introspecciones quirúrgicas, su regreso a un pasado cuya dicha estalla en el presente gris como un sopapo, la materia prima de este libro.
Hoy, por ejemplo, la mente de Ahmet Altan viaja por España mediante sus trazos sobre el papel: «Como jamón serrano en Madrid con una copa de buen vino, camino por calles estrechas y sombrías, por las aceras sevillanas llenas de naranjos, compro frutas exóticas del mercado de Barcelona, salgo a las sierras. Puedo viajar por toda España con cada lector español que lee estas líneas».
Turquía cumplirá en 2023 un siglo de vida y de tabúes. Altan ha pagado por confrontarlos: en 1995 fue despedido del periódico Milliyet tras escribir la columnaAtakurd. En 2008, siendo redactor jefe del diario Taraf, fue procesado por «denigrar la turquicidad» en un texto sobre el genocidio armenio, que el régimen nunca ha admitido. Ahora, desde la cárcel, reflexiona: «Hay algo peor que estar encarcelado injustamente: estar encarcelado por un motivo justo. ¿Qué pasaría si quienes me encarcelaron tuvieran razón? Eso sería un peso más difícil de llevar».
Si acabar con décadas de tutela militar fue aplaudido como uno de los logros de 16 años de gobierno islamonacionalista, algunas voces liberales que aplaudieron ésa y otras reformas hoy languidecen en la cárcel. En una suerte de anticipo de lo que en Occidente ya es una realidad, Erdogan emprendió su deriva autoritaria hace algo más de un lustro. A base de polarización y criminalización del disidente, señala la mayoría de expertos, el líder logró una amplia base de fieles piadosos que, con el apoyo de la ultraderecha, le granjeó la presidencia plenipotenciaria el pasado junio.
«Actualmente, si hay un lugar donde la gente puede vivir sin el peligro de ser arrestada en Turquía ése sería la prisión», ironiza Ahmet Altan, antes de oscurecerse: «Nadie sabe si van a llamar a la puerta por la madrugada. El miedo pudre lentamente el alma de la sociedad. Todos sienten el olor de esta podredumbre en sus propias vidas».
«Turquía está haciendo en 100 años un viaje lleno de brutalidad y de opresión», resume. «Escapamos de los pastizales secos como las bandadas de cebras de los documentales africanos y corremos en busca de vegetación fresca. En este viaje nos encontramos con hienas, cocodrilos, chacales y leopardos. Cuando tratamos de deshacernos de las hienas, no tenemos la oportunidad de pensar ‘los cocodrilos vendrán después’». Y concluye: «Con la preocupación de ‘qué vendrá detrás de eso’, esta sociedad no va a dejar de luchar ni se dará por vencida en este viaje problemático. Caminaremos con mucho dolor hasta que seamos libres. Turquía alcanzará un día la libertad o se agotará sobre estos caminos».